La adicción es típica en todas las historia de amor basadas en el
encaprichamiento. Todo comienza cuando el objeto de tu adoración te
da una dosis embriagadora y alucinógena de algo que jamás te habías
atrevido a admitir que necesitabas -un cóctel tóxico
sentimental, quizá, de un amor estrepitoso y entusiasmado
arrebatador-. Al poco tiempo empiezas a necesitar deseperadamente esa
atención tan intensa con esa ansia obsesiva típica de un yonqui.
Si no te dan la droga, tardas poco en enfermar, enloquecer y perder
varios kilos ( por no hablar del odio al camello que te ha fomentado
la adicción, pero que ahora se niega a seguirte dando de eso tan
bueno, aunque sabes perfectamente que lo tiene escondido en algún
sitio, ¡maldita sea!, porque antes te lo daba gratis). La fase
siguiente es la de la estupidez y la temblequera en el rincón,
sabiendo que venderías el alma o robarías a tus vecinos con tal de
probar "eso" una sola vez más. Mientras tanto, a tu ser
amado le repeles. Te mira como si no te conociera de nada, como si
jamás te hubiera amado con una pasión fervorosa. Lo irónico del
asunto es que no puedes echarle la culpa. Porque, vamos, mírate
bien; eres un asquito, un ser patético, casi irreconocible ante tus
propios ojos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario