sábado, 4 de octubre de 2014

Eat pray love

La adicción es típica en todas las historia de amor basadas en el encaprichamiento. Todo comienza cuando el objeto de tu adoración te da una dosis embriagadora y alucinógena de algo que jamás te habías atrevido a admitir que necesitabas -un cóctel tóxico sentimental, quizá, de un amor estrepitoso y entusiasmado arrebatador-. Al poco tiempo empiezas a necesitar deseperadamente esa atención tan intensa con esa ansia obsesiva típica de un yonqui. Si no te dan la droga, tardas poco en enfermar, enloquecer y perder varios kilos ( por no hablar del odio al camello que te ha fomentado la adicción, pero que ahora se niega a seguirte dando de eso tan bueno, aunque sabes perfectamente que lo tiene escondido en algún sitio, ¡maldita sea!, porque antes te lo daba gratis). La fase siguiente es la de la estupidez y la temblequera en el rincón, sabiendo que venderías el alma o robarías a tus vecinos con tal de probar "eso" una sola vez más. Mientras tanto, a tu ser amado le repeles. Te mira como si no te conociera de nada, como si jamás te hubiera amado con una pasión fervorosa. Lo irónico del asunto es que no puedes echarle la culpa. Porque, vamos, mírate bien; eres un asquito, un ser patético, casi irreconocible ante tus propios ojos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario